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Escritos desde el páramo

Decimotercer misterio jocoso: Heterodoxos de verdad (VII)

Viene de aquí
Las circunstancias de la muerte del legado papal Pierre de Castelnau señalaban a Raimundo VI, conde de Toulouse. Aunque es muy posible que éste fuera inocente y que hubiera sido cometido por alguien que creía hacerle un favor, la verdad es que el conde se portó, por una vez, como un imbécil integral. Ni condenó el crimen ni hizo nada por capturar al asesino. No es raro, por tanto, que la Iglesia le considerase como responsable.
Inocencio III está harto. Miembro de una familia de la nobleza, está acostumbrado al empleo de la violencia como forma de resolver un conflicto. Por ello toma una decisión aparentemente extraña, convocar una Cruzada contra personas que eran cristianas. Ya se había hecho contra los musulmanes, pero nunca contra miembros de su misma religión. En la carta que dirigió el 9 de marzo de 1208 a obispos, nobleza y pueblo de Francia, expone sus motivos:
"Poned todo vuestro empeño en destruir la herejía por todos los medios que Dios os inspirará. Con más firmeza todavía que a los sarracenos, puesto que son más peligrosos, combatid a los herejes con mano dura y brazo tenso..." [1] (Pág. 150)
Por si la gente no se sentía bastante motivada para ir a matar esos herejes (o a ser muerto por ellos) que suponían una amenaza mayor que los sarracenos, no se le pasó por alto hacer unas cuantas promesas de orden material y espiritual que supusieran un acicate para los Cruzados:
"Despojadles de sus tierras para que habitantes católicos sustituyan en ellas a los herejes eliminados..." [1] (Pág. 150)
"Os prometemos la remisión de vuestros pecados a fin de que, sin demoras, pongáis coto a tan grandes peligros." [1] (Pág. 150)
La promesa de perdonar los pecados y la esperanza de conseguir tierras en una región que los juglares cantaban como un nuevo Edén son dos poderosos incentivos, tanto que Inocencio III puede permitirse el restringir esos beneficios para aquéllos que estén en disposición de combatir. No quiere gente sin experiencia y sin equipo (la inutilidad de las masas populares ya había quedado clara en la I Cruzada con las "tropas" de Pedro el Ermitaño).
El papa insta a Felipe Augusto a que acaudille la Cruzada que se llamará contra los Albigenses. Éste se niega, pero para no indisponerse contra Inocencio III concede autorización al duque de Borgoña y al conde de Nevers para que se unan a ella junto con sus mesnadas. Otros nobles harán lo propio "pasando olímpicamente" del requisito de la autorización real. Pierre des Vaux-de-Cernay, uno de los cronistas de la Cruzada, los relaciona:
El conde de Saint-Pol, el conde de Monfort, el conde de Bar-sur-Seine, Guichard de Beaujeu, Guillaume des Roches, senescal de Anjou, Gaucher de Joigny..." [1] (Pág. 154) además de los obispos de Sens, Autun, Clermont y Nevers, todos ellos con sus correspondientes huestes.
A ellos se unirían, sin duda, segundones sin fortuna, bandidos, mercenarios... y demás personajes habituales en estas "movidas" con la esperanza de "pillar" algo en el saqueo de las ricas ciudades del Languedoc.
Cuando las tropas se reúnen en la región de Lyon, Raimundo VI, que hasta el momento se había limitado a enviar una embajada al papa para proclamar su inocencia, ve "las orejas al lobo" y, repentinamente, siente un ansia incontenible de reconciliarse con la Santa Madre Iglesia. Inocencio III acepta, pero no deja pasar la ocasión de humillar en grado extremo a quién le había ocasionado tantos quebraderos de cabeza.
El conde de Toulouse tiene que comparecer desnudo ante la gente y hacer pública penitencia, así como jurar obediencia a los nuevos legados, Milon y Thédise, y ser flagelado. Después de eso, recibe la absolución.
Para celebrar que ya no está excomulgado, Raimundo VI se une a la Cruzada. No es el único noble del Languedoc que lo hace. El conde de Valentinois y el vizconde de Anduze siguen sus pasos. Lo propio hace Fulko de Marsella, el obispo de Toulouse, al mando de su confraternidad de los Blancos.
Por si acaso pertenecen al grupo de personas que ven altamente sospechoso tanto ardor religioso en el conde de Toulouse (y harán muy bien porque ni entonces se lo creyó nadie) añadiremos que con esa actitud pretendía no ser objetivo de la Cruzada y, además, participar en la lucha contra la persona que pasó a ser blanco primordial del ejército papal, su gran rival Raymond-Roger Trencavel, vizconde de Carcassonne, Albi y Béziers, que se había negado a someterse a una humillación semejante a la de Raimundo.
En julio de 1209 los Cruzados se dirigen a Béziers. Al tener noticias de su proximidad, Raymond-Roger siente la imperiosa necesidad de abandonar la plaza para dirigirse a Carcassonne no sin encomendar a los ciudadanos la responsabilidad de defender la villa. Por su parte, el obispo de Béziers intenta mediar, sin éxito, entre unos y otros solicitando la entrega de poco más de doscientos cuarenta herejes (cátaros y valdenses) cuyos nombres relaciona. La ciudad se niega a pacto alguno y prepara la defensa. Las razones para ello son difíciles de entender si recordamos que en 1168 la población masculina de Béziers fue pasada a cuchillo (pueden imaginarse lo que sucedió con la femenina) por las tropas de Roger II Trencavel como represalia por la muerte de su padre, Raimundo Trencavel, en 1166, así que no parece que existieran muchos motivos para que guardaran fidelidad a la dinastía. Tal vez esperaban que su actitud fuera recompensada con la concesión de libertades similares a las de Toulouse o, quizás, sólo fue un acto de orgullo.
Sea como fuere, no solamente no aceptan la rendición sino que hacen una salida para atacar a los Cruzados. Parece que su valor era superior a sus conocimientos militares porque el contraataque del ejército papal los conduce hasta el centro de la ciudad.
Lo que siguió fue una matanza indiscriminada en la que no se respetó nada (ni siquiera el asilo en terreno sagrado) ni a nadie. Sobre el episodio han corrido ríos de tinta comenzando por las palabras que el cronista Cesáreo de Heisterbach puso en boca de Arnaud Amaury, antiguo legado papal y dirigente de la Cruzada, cuando le requirieron instrucciones para distinguir a los herejes de los católicos:
"Matadlos, pues Dios conoce a los suyos." [2] (Pág. 144)
Sin embargo, cuando se cita esta frase o alguna de sus variantes, no suele añadirse que antes de esas palabras, Cesáreo escribe:
"se cuenta que dijo:" [2] (Pág. 144)
Esto es señal de que el cronista se limitó a recoger un rumor (por cierto, quince años después de sucedidos los hechos). En realidad, esa frase que tanta fortuna ha encontrado y que es repetida continuamente como ejemplo del fanatismo religioso en general y del catolicismo en general, posiblemente no fue nunca pronunciada.
Por de pronto, los Cruzados no tenían ninguna necesidad de saber diferenciar a herejes y a católicos porque conocían los nombres de aquéllos (la lista del obispo de la que ya hablamos) pero es que, además, la masacre de Béziers no fue fruto de un "calentón" fanático sino que estaba fríamente prevista desde mucho tiempo atrás.
Cuando se preparó la Cruzada, se determinó que el tiempo mínimo de servicio para acceder a las indulgencias era de cuarenta días. Esto sólo puede significar que se planificó una campaña relámpago, algo que choca con la realidad de una región de difícil orografía y salpicada de castillos, torres, ciudades amuralladas y castels (que no son castillos, sino castros, aldeas fortificadas). ¿Cómo es eso posible? La explicación más plausible (un exceso de optimismo o de incompetencia militar casa mal con la terrible eficacia que demostraron) es que se había planeado desde un principio el acabar con la resistencia mediante el uso del terror. Así lo recoge, expresamente, otro de los cronistas de la Cruzada, Guillermo de Tudela:
"Los barones de Francia y de los alrededores de París... convinieron entre ellos que en cada villa fortificada, ante la cual se presentara el ejército y se negara a rendirse, tras el asalto final todos sus habitantes deberían ser pasados a cuchillo... Por esta razón fueron asesinados en masa todos los habitantes de Béziers; se acabó con todos y todavía no les bastaba: nada pudo salvarlos, ni la cruz ni el altar, ni el crucifijo... Dios acoja sus almas, si así lo desea, en su paraíso..." [1] (Pág. 157)
Consiguieron lo que se proponían. No encontraron ninguna resistencia hasta Carcassonne en la que Raymond-Roger (esta vez sí) trató de defenderse, pero la ciudad no tenía agua y capituló al poco tiempo. No hubo matanza, pero los ciudadanos debieron abandonar la villa en calzón y camisa. Raymond-Roger fue capturado y conducido a prisión en la que moriría pocos días después (tan oportunamente que quizás fuera asesinado aunque los síntomas eran los de una disentería). Sus propiedades fueron ofrecidas al duque de Borgoña y al conde de Nevers que las rechazaron. Al fin, una comisión de nobles y obispos presidida por Arnaud Amaury designó como nuevo señor a Simón de Monfort, que ya poseía territorios en Île-de-France y era, además, conde de Leicester. Antiguo Cruzado en Oriente y militar de extraordinaria competencia, era completamente fiel a la Iglesia por lo que parecía la persona adecuada para ser el brazo secular de la lucha contra la herejía. La Cruzada parecía haber terminado, pero cuando concluyen los cuarenta días de servicio a la Cruzada, la mayoría de sus miembros regresan a casa. Simón de Monfort se queda con sólo treinta caballeros y el resto de sus tropas son poco más que una banda de forajidos en medio de un territorio hostil. La guerra acaba de empezar y Simón de Monfort lo sospecha.
NOTAS:
[1] Citado en Los cátaros. Paul Labal. Traducción de Octavi Pellissa. Ed. Crítica. Barcelona, 2000.
[2] Citado en La otra historia de los cátaros. Malcolm Lambert. Traducción de Albert Solé. Ed. Martínez Roca S.A. Barcelona, 2001.
-Continuará-"

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