Decimotercer misterio jocoso: Heterodoxos de verdad (VI)
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El papa Inocencio III dedicó un "encendido elogio" a los obispos católicos del Languedoc: "criaturas ciegas, perros estúpidos que ya no ladran" [1] (Pág. 95) El animus iniurandi es tan claro que sólo podía haber añadido la lista de tarifas de las Sras. madres de los Ilmos. Sres. obispos para que el insulto fuera completo. Razones no le faltaban para ello porque obispos católicos impresentables hubo unos cuantos, desde el arzobispo de Narbona, monseñor Pons, que se dedicó a dilapidar el patrimonio diocesano precisamente en la época en la que los Perfectos cátaros hacían pública ostentación de pobreza, hasta su sucesor, monseñor Berengar, sobrino del rey aragonés, al que le importó tres pitos el catarismo y cuya única preocupación era recuperar lo despilfarrado por su antecesor. Tampoco monseñor Guilhem Peyre, obispo de Albi, se mostró especialmente combativo contra la herejía. Preocupado por recuperar los privilegios de su diócesis no quería indisponerse con los señores feudales que protegían a los cátaros.
Así las cosas, no es de extrañar que Inocencio III depusiera a los obispos de Fréjus, Carcassonne, Béziers, Viviers, Toulouse, Valence y Rodez y a los arzobispos de Auch y Narbona. Una muestra del nuevo talante que deseaba el papa podemos apreciarlo en el nombramiento en 1206 del nuevo obispo de Toulouse, monseñor Fulko de Marsella. Este ex-trovador practicaba la misma pobreza de los Perfectos cátaros, era un magnífico predicador y ortodoxo hasta el punto de que era amigo de Santo Domingo y fue uno de los impulsores espirituales de los Dominicos. La disyuntiva aparentemente irresoluble que había paralizado a los restantes obispos (es decir, si actuamos contra los cátaros nos indisponemos con los señores feudales que los protegen, pero necesitamos a esos señores -consideraciones económicas aparte- para poder perseguir la herejía) él la solucionó con el recurso a los laicos burgueses mediante la creación de los Blancos, una fraternidad dedicada a la lucha contra la herejía y la usura (señal de que Mons. Fulko había comprendido a la perfección las razones económicas que había detrás del apoyo de la pequeña nobleza a los cátaros y quería luchar con sus mismas armas). No obstante, éste era un ejemplo que llegó tarde y que, además, fue la excepción que confirmaba la regla.
Si el alto clero presentaba esa situación de pasividad y ostentación, el resto no era mejor. Mal preparado intelectualmente, su forma de vida, con frecuencia, era motivo de escándalo hasta el punto de que algunos sacerdotes ocultaban públicamente que lo eran. El Concilio de Avignon de 1209 condenó a los sacerdotes cuya forma de vida fuera idéntica a la de los laicos.
Del monacato masculino hubieran podido surgir los opositores al catarismo, pero eso quedó imposibilitado por la consideración de la época de que el monasterio era una imagen del cielo en la tierra de la que lo mejor era que permaneciera al margen de los conflictos mundanos. Eso sin contar aquéllos que no podían intervenir. Se ha hablado mucho de la presunta connivencia entre cátaros y templarios. La razón de que éstos no participaran en combates contra aquéllos es muy sencilla y se encuentra en las Penitencias (el régimen disciplinario de los templarios) que estipulaba la expulsión de la orden, entre otras causas para:
"el que mata a un cristiano o una cristiana o causa su muerte." [2] (Pág. 95) y los cátaros podían ser todo lo herejes que se quisiera, pero eran cristianos.
El monacato femenino era casi inexistente en el Languedoc. No existían los grandes conventos de monjas vinculados a grandes familias. Tan sólo algunos pequeños y pobres monasterios. La razón para ello es que la mujeres de la nobleza se empleaban como moneda de cambio para forjar alianzas mediante matrimonios concertados, algo de lo más necesario en una región que, como ya vimos, "gozaba" de una atomización ocasionada por lazos muy laxos entre los distintos nobles. Eso explica lo bien recibido que fue el catarismo entre las mujeres nobles. Aquéllas que no sentían atracción por la vida mundana (no sé porqué no se sentían gustosas de casarse con un tipo al que no conocían o por el que podían sentir incluso repulsión para "gozar" del destino de ser madre de todos los hijos que pudiera concebir -espero que se entienda la ironía-) no tenían dentro del catolicismo en el Languedoc más opción que recluirse en un convento mísero. La iglesia cátara les abrió una opción mucho más apetecible aunque no igualitaria con los hombres.
Si por parte de la iglesia del Languedoc la situación "pintaba mal", con el pueblo no mejoraba. No puede sorprender que la población que no tenía buena opinión de sus mandatarios eclesiásticos por su escandalosa forma de vida y su sed de riquezas, recibiera, en cambio, con mucho mejor talante a los Perfectos cátaros que hacían gala de castidad y pobreza y a los que no se les "caían los anillos" por compartir su propia vida. Además, la nobleza del Languedoc tenía una función ejemplarizante que no podemos desdeñar. La razón para ello es que las rentas que se pagaban por el alquiler de tierras eran fijas lo que suponía, a la larga, tanto las dificultades económicas del señor (la inflación no es un invento actual) como que el campesinado obtenía protección a bajo precio. Por ello, los nobles eran bien vistos y si éstos eran amigos de los cátaros... Por si fuera poco, los cátaros invitaban a no pagar los diezmos eclesiásticos y ahorrarse un impuesto no era ni entonces ni ahora motivo de tristeza y preocupación sino todo lo contrario.
Los burgueses, como ya dijimos, estaban en pleno proceso de conquista de libertades lo que les enfrentaba tanto a la Iglesia como a la nobleza. Sin embargo, los insultos continuos contra las ciudades (a las que se presenta frecuentemente como antros de perdición, la nueva Babilonia...) en los escritos eclesiásticos de la época eran un nuevo motivo de fricción. Así las cosas, ¿qué apoyos tenía la Iglesia en el Languedoc que permitieran la lucha eficaz contra la herejía? Pues más bien ninguno.
No obstante ¿era esa lucha necesaria? Desde un punto de vista de la doctrina católica sin lugar a duda. Se ha usado (y en mi opinión abusado) de la imagen del "buen hombre" y la "buena mujer" que, sin comerlo ni beberlo, fueron masacrados por una Iglesia intolerante y fanática. La verdad es que el catarismo, desde el primer momento, no fue menos fanático que la Iglesia a la que, también, atacó desde un principio. El catolicismo y el catarismo eran absolutamente irreconciliables como pueden comprobar por sí mismos a poco que recuerden las doctrinas cátaras y las comparen con las católicas que, por si no las conocen o las tienen un poco oxidadas, se plasman en el Credo. Los dos principios creadores de los cátaros se oponen al único Dios creador de los católicos, el Cristo cátaro que sólo tiene apariencia de persona se enfrenta al Cristo católico verdadera persona que nace, padece y muere, la iglesia cátara se opone a la iglesia católica ya que ambas tienen idéntica pretensión de ser la verdadera heredera de la tradición apostólica, el Consolamentum cátaro se enfrenta al bautismo católico, la liberación de las almas cátara se opone a la católica resurrección de los muertos... y, tal vez por encima de todo ello, Cristo y el Espíritu Santo según los cátaros son meras emanaciones de la divinidad mientras que para los católicos son personas distintas aunque un único Dios junto con el Padre. Desde un primer momento los cátaros consideran a la Iglesia como una creación diabólica, a sus ministros como indignos y a sus sacramentos como falsos (opinión que, a la recíproca, también funciona). Para ambos, sólo dentro de su propia Iglesia es posible la salvación lo que niega tal posibilidad para el contrario. La guerra doctrinal era, pues, inevitable y en ella unos y otros emplearon todos los trucos sucios que pudieron. Si los católicos queman y condenan porque tienen el apoyo del poder político para hacerlo, los cátaros mienten en público sobre sus verdaderas creencias e intentan socavar el poder económico de la iglesia rival. Esto puede parecer una diferencia de grado, pero cuando los cátaros tengan suficiente complicidad con el poder político también asesinarán. No es, pues, una diferencia de actitud sino de poder. Y, en ambos grupos, idéntico fanatismo. Los católicos consideran mártires y elevan a los altares a sus propios muertos mientras los cátaros van a la hoguera cantando felices de ser liberados de la cárcel material e infernal que es este mundo.
Si además de atender a los cuerpos de creencias vamos a la vida real, puede que esta situación de enfrentamiento sea (desde el punto de vista actual) más inexplicable. En última instancia ¿realmente el catarismo alcanzó una importancia tal que supusiera un peligro para la Iglesia católica? La respuesta a esa pregunta es mucho menos clara si atendemos al número de fieles (considerando como tales tanto a los meros oyentes como a los Perfectos). En Albi, ciudad que se considera como capital de la herejía en el Langedoc (de la que deriva el nombre de albigenses por el que también se conoce a los cátaros) no parece que sobrepasaran en ningún momento el 10% de la población. En Béziers, la lista de herejes se limita a doscientas veinticuatro personas y no todas eran cátaras porque metieron en el mismo saco a los valdenses que nada tenían que ver con ellos. Además, su capacidad de contagio era muy relativa incluso en lugares como el condado de Foix en los que contaban con la simpatía de los señores. El número de creyentes era reducido como lo demuestra el que no tuvieran obispado propio. Hemos visto los motivos por lo que existía simpatía hacia ellos pero simpatía no significa conversión. Mucha gente se sentía agradecida por diversos motivos como el que los cátaros convencieran a los señores feudales de que dejaran de practicar el pillaje lo que supuso un aumento de la seguridad en la región, pero eso no significaba que se hubieran convertido. Ya vimos el caso de los titulares de las grandes casas nobiliarias que por mucha simpatía (o gratitud) que sintieran por el catarismo nunca dejaron de ser católicos. El problema (desde el punto de vista de la Iglesia católica) no era cuantitativo sino cualitativo. No podían permitirse que la nobleza hiciera "la vista gorda" porque el permitir la libre prédica de los Perfectos podía suponer, más pronto o más tarde, el empeoramiento de la situación. Además, la complacencia (o el apoyo) del poder político ya estaba suponiendo problemas como los diezmos no percibidos.
Cuando el papa Inocencio III accede a la sede de Pedro, es perfectamente consciente de que no se puede permitir el no hacer nada. Si, como hemos visto, poco apoyo podía obtener en el propio Languedoc, su solución fue recurrir a extraños (al menos en cuanto a su formación intelectual). Comienzan las predicaciones de los cistercienses Ralph de Fontfroide, Pierre de Castelnau y Arnaud Amaury, pero su éxito se limita a conseguir la no expansión de la herejía con el compromiso adquirido por las ciudades de Montpellier, Arles, Carcassonne y Toulouse (ésta pasándose por el "arco del triunfo" su supuesta dependencia de Raimundo VI) por de adoptar medidas contra los herejes. Los señores de la Provenza oriental aceptaron (excepto Raimundo VI) la misma "obligación". Sin embargo, nada lograron de la nobleza rural. En 1206 los cistercienses contactan por casualidad con dos castellanos, Diego de Osma y Domingo de Guzmán que sugieren cambiar la estrategia y usar las mismas armas de los cátaros, predicadores ambulantes de vida ejemplar. Recorren el país de aldea en aldea y logran conversiones en ocasiones muy espectaculares (Montréal y Servián). Habían comprendido que lo que hacía atractivos a los cátaron no era su doctrina sino su ejemplo de vida ascética. La decisión de Domingo de Guzmán de crear un monasterio femenino en Prouille en 1206 refleja que también había comprendido que esa carencia impulsaba al catarismo a muchas damas de la nobleza.
Sin embargo, el papa no tiene paciencia para continuar durante años esa labor que estaba dando buenos resultados. Si el problema reside en la nobleza del Languedoc es allí donde debe actuar y recurre al rey de Francia, Felipe Augusto, para que éste o intervenga directamente (solución que ya había apuntado años antes el difunto Raimundo V como ya vimos) o presione a Raimundo VI que, nominalmente, era vasallo suyo. Sin embargo, Felipe Augusto no tiene el menor deseo de intervenir militarmente (posiblemente teme la reacción hostil tanto de la nobleza del Languedoc como del rey Pedro II de Aragón). En 1207 Raimundo VI es excomulgado por su connivencia con los herejes e Inocencio vuelve a hablar de la intervención francesa. En esta ocasión el conde Toulouse se asusta y accede a reunirse con Pierre de Castelnau. Sin embargo, el encuentro acaba con una fuerte discusión y con amenazas. La situación era tan explosiva que cualquier incidente podía ser el detonante de una guerra. Ese casus belli fue el asesinato de Pierre de Castelnau.
NOTAS:
[1] Citado en La otra historia de los cátaros. Malcolm Lambert. Traducción de Albert Solé. Ed. Martínez Roca S.A. Barcelona, 2001.
[2] Citado en El código templario. J. M. Upton-Ward. Traducción de Albert Solé. Ed. Martínez Roca S.A. Barcelona, 2000.
-Continuará-
El papa Inocencio III dedicó un "encendido elogio" a los obispos católicos del Languedoc: "criaturas ciegas, perros estúpidos que ya no ladran" [1] (Pág. 95) El animus iniurandi es tan claro que sólo podía haber añadido la lista de tarifas de las Sras. madres de los Ilmos. Sres. obispos para que el insulto fuera completo. Razones no le faltaban para ello porque obispos católicos impresentables hubo unos cuantos, desde el arzobispo de Narbona, monseñor Pons, que se dedicó a dilapidar el patrimonio diocesano precisamente en la época en la que los Perfectos cátaros hacían pública ostentación de pobreza, hasta su sucesor, monseñor Berengar, sobrino del rey aragonés, al que le importó tres pitos el catarismo y cuya única preocupación era recuperar lo despilfarrado por su antecesor. Tampoco monseñor Guilhem Peyre, obispo de Albi, se mostró especialmente combativo contra la herejía. Preocupado por recuperar los privilegios de su diócesis no quería indisponerse con los señores feudales que protegían a los cátaros.
Así las cosas, no es de extrañar que Inocencio III depusiera a los obispos de Fréjus, Carcassonne, Béziers, Viviers, Toulouse, Valence y Rodez y a los arzobispos de Auch y Narbona. Una muestra del nuevo talante que deseaba el papa podemos apreciarlo en el nombramiento en 1206 del nuevo obispo de Toulouse, monseñor Fulko de Marsella. Este ex-trovador practicaba la misma pobreza de los Perfectos cátaros, era un magnífico predicador y ortodoxo hasta el punto de que era amigo de Santo Domingo y fue uno de los impulsores espirituales de los Dominicos. La disyuntiva aparentemente irresoluble que había paralizado a los restantes obispos (es decir, si actuamos contra los cátaros nos indisponemos con los señores feudales que los protegen, pero necesitamos a esos señores -consideraciones económicas aparte- para poder perseguir la herejía) él la solucionó con el recurso a los laicos burgueses mediante la creación de los Blancos, una fraternidad dedicada a la lucha contra la herejía y la usura (señal de que Mons. Fulko había comprendido a la perfección las razones económicas que había detrás del apoyo de la pequeña nobleza a los cátaros y quería luchar con sus mismas armas). No obstante, éste era un ejemplo que llegó tarde y que, además, fue la excepción que confirmaba la regla.
Si el alto clero presentaba esa situación de pasividad y ostentación, el resto no era mejor. Mal preparado intelectualmente, su forma de vida, con frecuencia, era motivo de escándalo hasta el punto de que algunos sacerdotes ocultaban públicamente que lo eran. El Concilio de Avignon de 1209 condenó a los sacerdotes cuya forma de vida fuera idéntica a la de los laicos.
Del monacato masculino hubieran podido surgir los opositores al catarismo, pero eso quedó imposibilitado por la consideración de la época de que el monasterio era una imagen del cielo en la tierra de la que lo mejor era que permaneciera al margen de los conflictos mundanos. Eso sin contar aquéllos que no podían intervenir. Se ha hablado mucho de la presunta connivencia entre cátaros y templarios. La razón de que éstos no participaran en combates contra aquéllos es muy sencilla y se encuentra en las Penitencias (el régimen disciplinario de los templarios) que estipulaba la expulsión de la orden, entre otras causas para:
"el que mata a un cristiano o una cristiana o causa su muerte." [2] (Pág. 95) y los cátaros podían ser todo lo herejes que se quisiera, pero eran cristianos.
El monacato femenino era casi inexistente en el Languedoc. No existían los grandes conventos de monjas vinculados a grandes familias. Tan sólo algunos pequeños y pobres monasterios. La razón para ello es que la mujeres de la nobleza se empleaban como moneda de cambio para forjar alianzas mediante matrimonios concertados, algo de lo más necesario en una región que, como ya vimos, "gozaba" de una atomización ocasionada por lazos muy laxos entre los distintos nobles. Eso explica lo bien recibido que fue el catarismo entre las mujeres nobles. Aquéllas que no sentían atracción por la vida mundana (no sé porqué no se sentían gustosas de casarse con un tipo al que no conocían o por el que podían sentir incluso repulsión para "gozar" del destino de ser madre de todos los hijos que pudiera concebir -espero que se entienda la ironía-) no tenían dentro del catolicismo en el Languedoc más opción que recluirse en un convento mísero. La iglesia cátara les abrió una opción mucho más apetecible aunque no igualitaria con los hombres.
Si por parte de la iglesia del Languedoc la situación "pintaba mal", con el pueblo no mejoraba. No puede sorprender que la población que no tenía buena opinión de sus mandatarios eclesiásticos por su escandalosa forma de vida y su sed de riquezas, recibiera, en cambio, con mucho mejor talante a los Perfectos cátaros que hacían gala de castidad y pobreza y a los que no se les "caían los anillos" por compartir su propia vida. Además, la nobleza del Languedoc tenía una función ejemplarizante que no podemos desdeñar. La razón para ello es que las rentas que se pagaban por el alquiler de tierras eran fijas lo que suponía, a la larga, tanto las dificultades económicas del señor (la inflación no es un invento actual) como que el campesinado obtenía protección a bajo precio. Por ello, los nobles eran bien vistos y si éstos eran amigos de los cátaros... Por si fuera poco, los cátaros invitaban a no pagar los diezmos eclesiásticos y ahorrarse un impuesto no era ni entonces ni ahora motivo de tristeza y preocupación sino todo lo contrario.
Los burgueses, como ya dijimos, estaban en pleno proceso de conquista de libertades lo que les enfrentaba tanto a la Iglesia como a la nobleza. Sin embargo, los insultos continuos contra las ciudades (a las que se presenta frecuentemente como antros de perdición, la nueva Babilonia...) en los escritos eclesiásticos de la época eran un nuevo motivo de fricción. Así las cosas, ¿qué apoyos tenía la Iglesia en el Languedoc que permitieran la lucha eficaz contra la herejía? Pues más bien ninguno.
No obstante ¿era esa lucha necesaria? Desde un punto de vista de la doctrina católica sin lugar a duda. Se ha usado (y en mi opinión abusado) de la imagen del "buen hombre" y la "buena mujer" que, sin comerlo ni beberlo, fueron masacrados por una Iglesia intolerante y fanática. La verdad es que el catarismo, desde el primer momento, no fue menos fanático que la Iglesia a la que, también, atacó desde un principio. El catolicismo y el catarismo eran absolutamente irreconciliables como pueden comprobar por sí mismos a poco que recuerden las doctrinas cátaras y las comparen con las católicas que, por si no las conocen o las tienen un poco oxidadas, se plasman en el Credo. Los dos principios creadores de los cátaros se oponen al único Dios creador de los católicos, el Cristo cátaro que sólo tiene apariencia de persona se enfrenta al Cristo católico verdadera persona que nace, padece y muere, la iglesia cátara se opone a la iglesia católica ya que ambas tienen idéntica pretensión de ser la verdadera heredera de la tradición apostólica, el Consolamentum cátaro se enfrenta al bautismo católico, la liberación de las almas cátara se opone a la católica resurrección de los muertos... y, tal vez por encima de todo ello, Cristo y el Espíritu Santo según los cátaros son meras emanaciones de la divinidad mientras que para los católicos son personas distintas aunque un único Dios junto con el Padre. Desde un primer momento los cátaros consideran a la Iglesia como una creación diabólica, a sus ministros como indignos y a sus sacramentos como falsos (opinión que, a la recíproca, también funciona). Para ambos, sólo dentro de su propia Iglesia es posible la salvación lo que niega tal posibilidad para el contrario. La guerra doctrinal era, pues, inevitable y en ella unos y otros emplearon todos los trucos sucios que pudieron. Si los católicos queman y condenan porque tienen el apoyo del poder político para hacerlo, los cátaros mienten en público sobre sus verdaderas creencias e intentan socavar el poder económico de la iglesia rival. Esto puede parecer una diferencia de grado, pero cuando los cátaros tengan suficiente complicidad con el poder político también asesinarán. No es, pues, una diferencia de actitud sino de poder. Y, en ambos grupos, idéntico fanatismo. Los católicos consideran mártires y elevan a los altares a sus propios muertos mientras los cátaros van a la hoguera cantando felices de ser liberados de la cárcel material e infernal que es este mundo.
Si además de atender a los cuerpos de creencias vamos a la vida real, puede que esta situación de enfrentamiento sea (desde el punto de vista actual) más inexplicable. En última instancia ¿realmente el catarismo alcanzó una importancia tal que supusiera un peligro para la Iglesia católica? La respuesta a esa pregunta es mucho menos clara si atendemos al número de fieles (considerando como tales tanto a los meros oyentes como a los Perfectos). En Albi, ciudad que se considera como capital de la herejía en el Langedoc (de la que deriva el nombre de albigenses por el que también se conoce a los cátaros) no parece que sobrepasaran en ningún momento el 10% de la población. En Béziers, la lista de herejes se limita a doscientas veinticuatro personas y no todas eran cátaras porque metieron en el mismo saco a los valdenses que nada tenían que ver con ellos. Además, su capacidad de contagio era muy relativa incluso en lugares como el condado de Foix en los que contaban con la simpatía de los señores. El número de creyentes era reducido como lo demuestra el que no tuvieran obispado propio. Hemos visto los motivos por lo que existía simpatía hacia ellos pero simpatía no significa conversión. Mucha gente se sentía agradecida por diversos motivos como el que los cátaros convencieran a los señores feudales de que dejaran de practicar el pillaje lo que supuso un aumento de la seguridad en la región, pero eso no significaba que se hubieran convertido. Ya vimos el caso de los titulares de las grandes casas nobiliarias que por mucha simpatía (o gratitud) que sintieran por el catarismo nunca dejaron de ser católicos. El problema (desde el punto de vista de la Iglesia católica) no era cuantitativo sino cualitativo. No podían permitirse que la nobleza hiciera "la vista gorda" porque el permitir la libre prédica de los Perfectos podía suponer, más pronto o más tarde, el empeoramiento de la situación. Además, la complacencia (o el apoyo) del poder político ya estaba suponiendo problemas como los diezmos no percibidos.
Cuando el papa Inocencio III accede a la sede de Pedro, es perfectamente consciente de que no se puede permitir el no hacer nada. Si, como hemos visto, poco apoyo podía obtener en el propio Languedoc, su solución fue recurrir a extraños (al menos en cuanto a su formación intelectual). Comienzan las predicaciones de los cistercienses Ralph de Fontfroide, Pierre de Castelnau y Arnaud Amaury, pero su éxito se limita a conseguir la no expansión de la herejía con el compromiso adquirido por las ciudades de Montpellier, Arles, Carcassonne y Toulouse (ésta pasándose por el "arco del triunfo" su supuesta dependencia de Raimundo VI) por de adoptar medidas contra los herejes. Los señores de la Provenza oriental aceptaron (excepto Raimundo VI) la misma "obligación". Sin embargo, nada lograron de la nobleza rural. En 1206 los cistercienses contactan por casualidad con dos castellanos, Diego de Osma y Domingo de Guzmán que sugieren cambiar la estrategia y usar las mismas armas de los cátaros, predicadores ambulantes de vida ejemplar. Recorren el país de aldea en aldea y logran conversiones en ocasiones muy espectaculares (Montréal y Servián). Habían comprendido que lo que hacía atractivos a los cátaron no era su doctrina sino su ejemplo de vida ascética. La decisión de Domingo de Guzmán de crear un monasterio femenino en Prouille en 1206 refleja que también había comprendido que esa carencia impulsaba al catarismo a muchas damas de la nobleza.
Sin embargo, el papa no tiene paciencia para continuar durante años esa labor que estaba dando buenos resultados. Si el problema reside en la nobleza del Languedoc es allí donde debe actuar y recurre al rey de Francia, Felipe Augusto, para que éste o intervenga directamente (solución que ya había apuntado años antes el difunto Raimundo V como ya vimos) o presione a Raimundo VI que, nominalmente, era vasallo suyo. Sin embargo, Felipe Augusto no tiene el menor deseo de intervenir militarmente (posiblemente teme la reacción hostil tanto de la nobleza del Languedoc como del rey Pedro II de Aragón). En 1207 Raimundo VI es excomulgado por su connivencia con los herejes e Inocencio vuelve a hablar de la intervención francesa. En esta ocasión el conde Toulouse se asusta y accede a reunirse con Pierre de Castelnau. Sin embargo, el encuentro acaba con una fuerte discusión y con amenazas. La situación era tan explosiva que cualquier incidente podía ser el detonante de una guerra. Ese casus belli fue el asesinato de Pierre de Castelnau.
NOTAS:
[1] Citado en La otra historia de los cátaros. Malcolm Lambert. Traducción de Albert Solé. Ed. Martínez Roca S.A. Barcelona, 2001.
[2] Citado en El código templario. J. M. Upton-Ward. Traducción de Albert Solé. Ed. Martínez Roca S.A. Barcelona, 2000.
-Continuará-
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