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Escritos desde el páramo

Decimocuarto misterio jocoso: Templarios destemplados (II)

Viene de aquí
Decíamos ayer que el Sr. Fernández Bueno es abordado en plena calle por un tal Salomón Vizenthal. Como, por lo que se ve, D. Lorenzo "hizo novillos" el día que dijeron aquello de "No tenéis que hablar con desconocidos", se ponen a "darle a la húmeda". Por casualidad (o tal vez no) la conversación recae en los Templarios (afortunadamente, porque teníamos poco con la digresión anterior para que ahora se hubieran puesto a hablar de las variantes sobre la receta del bacalao al pil-pil) tema en el que el simpático ancianito de enorme pajarita multicolor es un experto.
Así, en amena compañía, el Sr. Fernández Bueno y su nuevo álter ego se encaminan hacia el Muro de las Lamentaciones, un lugar cuyo nombre está más que justificado porque según D. Lorenzo:
"En el interior del muro, los hebreos aumentan su fe y ello es visible en la virulencia de sus movimientos." (Pág. 224)
No me extraña que los judíos hagan movimientos virulentos si alguien se empeña en situarlos "en el interior del muro" como si se tratasen de un sillar cualquiera.
Y, por fin, llegan los Templarios:
"Hugues de Payen, descendiente de los condes de Troyes, arribó a Tierra Santa a inicios de 1118 en compañía de otros ocho caballeros piadosos, diestros en el uso de las armas, y fueron acogidos con agrado por el rey Balduino II, necesitado de soldados capaces de dar la vida por su fe. De este modo el monarca les facilitó unos aposentos en la parte oriental de su palacio, junto a la mezquita de al-Akhsa..." (Págs. 225-226)
En realidad, no tenemos ni idea de cuándo llegó Hugues de Payns a Palestina. Sabemos que fue señor de Montigny-Lagesse (unos 50 Kms. al S. de Troyes) y que formaba parte del séquito del poderoso conde Hugues de Champagne. Por tanto es posible (no hay ninguna prueba de ello) que acompañara a éste en su peregrinación a Tierra Santa en 1104-1105. Si lo llegó a hacer, regresó, no obstante, a Francia porque en 1113 firmó un documento como testigo del conde Hugues. Es probable (nuevamente tampoco hay ninguna evidencia de ello) que acompañara en 1114 al conde de Champagne cuando éste decidió establecerse definitivamente en Jerusalén (algo que, por cierto, no cumplió).
Así las cosas, no hay ninguna razón para sostener que llegara a Jerusalén en 1118. Esta fecha supongo que se basa en la afirmación del cronista Guillermo de Tiro de que en dicho año se produjo la fundación de la Orden del Temple. Sin embargo, estaba equivocado. En el prólogo a la Regla del Temple se dice:
"...nos reunimos en Troyes en la festividad de san Hilario, en el año de la encarnación de Jesucristo 1128, en el noveno año después de la fundación de la antes mencionada orden." [1] (Pág. 34) Por tanto, la fundación debió tener lugar en 1119, pero en numerosas zonas de Francia desde comienzos del S XII se consideraba que el nuevo año no comenzaba hasta el 25 de marzo, fiesta de la Encarnación de Jesús. Por tanto, el 13 de enero (festividad de S. Hilario) del "año de la encarnación de Jesucristo 1128" era, en realidad, el 13 de enero de 1129 y la fundación del Temple habría tenido lugar en 1120. El hecho que seguramente motivó su creación tuvo lugar en la Pascua de 1119, cuando un grupo de unos setecientos peregrinos que se dirigían al Jordán fue atacado por una partida musulmana que mató a cerca de trescientos fieles y capturó y vendió como esclavos a unos sesenta.
Una última puntualización, lo que el rey Balduino II necesitaba no eran hombre capaces de morir por su fe sino hombres capaces de matar por su fe. En una carta que S. Bernardo dirigió en 1124 o 1125 al papa Calixto II sobre el propósito de Arnoldo, abad de Morimond, de establecerse en Tierra Santa, dice:
"...¿a quién puede escapársele que lo que se necesita allí son caballeros capaces de guerrear en vez de monjes que canten y giman?" [2] (Pág. 30)
"Las dimensiones descomunales de la nueva Casa del Templo contrastaba con el contado número de miembros que componía el colectivo en esos primeros tiempos. No en vano los fundadores cerraron las puertas a la integración de más guerreros en los nueve años previos al reconocimiento de la Orden de manera oficial." (Pág. 226)
La sombra de Guillermo de Tiro y sus errores es alargada. Los fundadores no cerraron su puerta a nuevos miembros y, pese a que Guillermo de Tiro dijese lo contrario, sí aumentaron su número (si es que alguna vez fueron realmente nueve miembros) porque en caso contrario no se explica que seis de sus miembros volvieran a Europa en 1127 lo que hubiera dejado "en cuadro" a la Orden en Jerusalén e imposibilitada de cumplir sus funciones. Miguel el Sirio afirma que los caballeros iniciales fueron unos treinta lo que parece mucho más creíble. Que no tenían sus puertas cerradas se demuestra porque el conde Fulko V de Anjou se unió a ellos como seglar asociado durante su peregrinación a Tierra Santa en 1120 y porque Hugues, conde de Champagne, se hizo templario en 1125-1126 cuando regresó, esta vez sí de forma definitiva, a Tierra Santa.
"Durante una década, tiempo que pasó el joven Hugues en su nueva morada, los historiadores insisten en afirmar que fue la etapa menos venturosa del nuevo colectivo, obligados a cumplir los rígidos parámetros de la Regla de San Agustín que asumieron, pero con privilegios contados." (Pág. 226)
Sobre la palabra Regla sitúa una llamada a pie de página que indica:
"Era la "Constitución" de la Orden, severas normas redactadas por San Bernardo de Claraval, que habían de acatar sin rechistar." (Pág. 226)
Por de pronto, Hugues de Payns en esta época no tenía nada de joven. Si en 1100 ya aparece documentado como miembro del séquito del conde de Champagne, pueden imaginarse veintitantos años después lo mal que le cuadraba lo de "joven".
Además, voy a plantearles una pregunta dificilísima ¿quién estableció los principios de la Regla de San Agustín? Pues según D. Lorenzo fue S. Bernardo. Evidentemente el Sr. Fernández Bueno "oye campanas y no sabe dónde". Confunde la primera Regla que adoptaron los Templarios (la de S. Agustín, porque ésa era la que profesaban los Canónigos del Santo Sepulcro que ejercían de Capítulo de Warmundo de Picquigny, Patriarca de Jerusalén y protector de los Templarios) con la Regla aprobada por el Concilio de Troyes que, además, tampoco fue redactada por Bernardo de Claraval (luego veremos algo más sobre este tema).
"En el año 1127, abatido y consternado, Hugues de Payen regresó a su hogar con la intención de obtener el beneplácito de la aristocracia, y por ende, los correspondientes beneficios dinerarios para poner en marcha su proyecto: crear una orden de caballeros de estructura poderosa e indestructible. Tuvo fortuna. Cerca de la villa que regentaba, en Troyes, se celebró en el año 1128 un concilio al que acudieron representantes de la curia pontificia de dentro y fuera del país." (Pág. 226)
En realidad la fortuna tuvo muy poco que ver, porque Hugues de Payns venía muy bien recomendado. Su viaje (que no tuvo nada de regreso al hogar y sí de gira propagandística) había sido precedido por una carta de Balduino II (anterior a octubre de 1126) a San Bernardo en la que le pedía que hablase a favor de las pretensiones templarias de obtener una nueva Regla, además de usar sus influencias ante monarcas y nobles para que obtuvieran fondos con los que sostener su lucha contra los enemigos de la fe.
Alguno de los primeros caballeros del Temple pertenecían a importantes familias nobiliarias y también hicieron valer sus influencias. Teobaldo, el nuevo conde de Champagne y sobrino del ex-conde Hugues que se hizo templario en 1125 o 1126, dona a la Orden unas propiedades en Barbonne. Además, concede permiso a sus vasallos para que puedan ceder tierras a los Templarios. También el conde de Flandes les otorgó beneficios.
Hugues de Payns desarrolló una gran actividad en estos años. Posiblemente comenzó su viaje visitando al papa Honorio II aunque no hay evidencias de ello, pero es lógico dado que uno de los motivos de su regreso era la obtención de una nueva Regla. El 31 de mayo de 1128 está en Anjou donde asiste a la toma de la cruz del conde Fulko V (al que ya conocía porque había sido seglar asociado al Temple durante su estancia en Tierra Santa). El conde Fulko tenía tal confianza en Hugues de Payns que éste interviene como mediador en un asunto espinoso, el conflicto que existía entre Hugues d´ Amboise (uno de los más importantes vasallos del conde de Anjou) y los monjes de Marmontier.
Posiblemente asistiera el 22 de junio en Le Mans al matrimonio entre Geoffroy, primogénito del conde Fulko, y Mathilde, hija de de Enrique I de Inglaterra y viuda de Enrique V de Alemania (de este matrimonio surge la dinastía de los Plantagenet). En esa celebración o en cualquier otra circunstancia, Hugues de Payns fue recibido por el monarca inglés que donó para la orden una fuerte suma en oro y plata.
A continuación pasó a Inglaterra y Escocia donde recibió nuevas donaciones y reclutó a una gran cantidad de voluntarios para que fueran a Jerusalén.
A mediados de septiembre está en Cassel, en Flandes, donde recibe la confirmación de los benificios ya otorgados por el conde Guillermo Clito de manos del nuevo conde, Thierry de Flandes.
No sólo la alta nobleza entrega bienes. También la pequeña nobleza y el pueblo hicieron lo propio.
Si ello ya era importante con vistas al desarollo de la Orden aunque la economía del Temple no parece haber sido nunca precaria pese a lo que dijeran autores como Guillermo de Tiro y a que, posteriormente, la Orden exagerase la pobreza de sus propios orígenes en lo que no pasa de ser un mito etiológico (sencillamente, no es creíble tal penuria porque, aparte de las donaciones de los primeros miembros, contaban con rentas regulares como las treinta libras angevinas que recibían anualmente del conde Fulko, los ciento cincuenta besantes que entregaban los Canónigos del Santo Sepulcro, los ocho sextarios de grano que percibían de la iglesia de S. Bartolomé de La Motte-Palayson... y, además, con la protección del Rey y el Patriarca de Jerusalén) faltaba la concesión de una nueva Regla, acorde con su carácter peculiar de monjes-soldados.
El 13 de enero de 1119 se reúne el Concilio Provincial de Toyes con el objetivo de dotar al Temple de una nueva Regla. Entre los asistentes se encuentran los más conocidos (e influyentes) religiosos de la época:
"El primero fue Mateo, obispo de Albano, por la gracia de Dios legado de la Santa Iglesia de Roma; Renaud, arzobispo de Reims; Henri, arzobispo de Sens; y luego sus sufragantes: Gocelin, obispo de Soissons; el obispo de París; el obispo de Troyes; el obispo de Orleans; el obispo de Auxerre; el obispo de Meaux; el obispo de Châlons; el obispo de Laon; el obispo de Beauvais; el abad de Vézelay, que más tarde fue hecho arzobispo de Lyon y legado de la Iglesia de Roma; el abad de Cîteaux; el abad de Pontigny; el abad de Trois-Fontaines; el abad de Saint-Denis de Reims; el abad de Saint-Etienne de Dijon; el abad de Molesmes; el ya mencionado Bernard, abad de Claraval, cuyas palabras los antes mencionados elogiaron profusamente." [1] (Pág. 34) Es decir, San Bernardo, abad de Claraval, San Esteban Harding, abad de Cîteaux, San Hugues de Montaigu, obispo de Auxerre... Y con ellos la alta nobleza, los condes Fulko de Anjou, Teobaldo de Champagne y Guillermo de Auxerre, Nevers y Tonnerre.
Se ha dicho, por las palabras antes citadas, que la Regla del Temple la escribió San Bernardo, sin embargo eso no es cierto. Según se indica en el documento conservado (posterior y que incluye modificaciones a la Regla aprobada en Troyes) el que tomó la palabra en primer lugar fue Hugues de Payns y los artículos fueron aprobados por consenso de los asistentes:
"Y la conducta y comienzos de la Orden de Caballería oímos en capítulo común de labios del antes mencionado maestre, el hermano Hugues de Payens; y según las limitaciones de nuestro entendimiento lo que nos pareció bueno y beneficioso lo alabamos, y lo que nos pareció malo lo dejamos a un lado." [1] (Pág. 34)
"Y quiso el concilio común que las deliberaciones que fueron hechas allí y la consideración de las Sagradas Escrituras que fueron diligentemente examinadas con ayuda de la sabiduría de mi señor Honorio, papa de la Santa Iglesia de Roma, y del patriarca de Jerusalén y con el asentimiento del capítulo, junto con el acuerdo de los Pobres Caballeros del Cristo del Templo que está en Jerusalén..." [1] (Pág. 35)
Y en lo que pudiera haber de problemático en la nueva regla, lo dejan en manos del Papa y el Patriarca de Jerusalén:
"...lo dejamos en manos de nuestro honorable padre el gran Honorio y del noble patriarca de Jerusalén, Esteban, quien conocía los asuntos de Oriente y los de los Pobres Caballeros de Cristo..." [1] (Pág. 34)
Es más, ni siquiera fue San Bernardo el que la puso por escrito sino un tal Jean Michel:
"Por lo tanto yo, Jean Michel, a quien fue encomendado y confiado ese divino oficio, por la gracia de Dios he servido como humilde amanuense del presente documento por orden del concilio y del venerable padre Bernardo, abad de Claraval." [1] (Pág. 34)
Por más destacada que fuese la intervención de San Bernardo (que sin duda lo fue) la Regla demuestra tal conocimiento de la realidad cotidiana de los monjes-soldados que hay que atribuirla en lo esencial a los propios Templarios, posiblemente con la ayuda para su redacción del entonces Patriarca de Jerusalén, Warmundo de Picquigny, que no llegó a ver su aprobación porque falleció en el verano de 1128. Por cierto, el que en el documentos antes citado aparezca como patriarca de Jerusalén Esteban (de la Ferté) que sólo lo fue desde finales del verano de 1128 prueba que la fecha real del Concilio de Troyes no pudo ser la del 13 de enero de 1128, como ya dijimos antes.
Ajeno a toda esta historia, prosigue D. Lorenzo por boca del experto (o algo así) D. Salomón:
"El evento hubiera pasado a ojos de la historia desapercibido de no ser porque a él acudió el abad de Claraval, hombre culto, teólogo fervoroso y de gran carisma que habría de contribuir a que los anhelos de Hugues se hicieran palpables. Era San Bernardo, fundador de la sagrada congragación cisterciense y firme defensor de la creación de al orden guerrera para acabar con todo aquello que se opusiera al cristianismo católico romano." (Pág. 226)
Como ya hemos visto, San Bernardo fue uno más de los asistentes entre los que se encontraban personas de más alto rango en la jerarquía eclesiástica y, al menos, una persona tan influyente como él, San Esteban Harding. Por cierto, San Bernardo no fue el fundador del Císter (nombre que deriva de la denominación latina de Cîteaux -Cistercium-, cuyos tres primeros abades, San Roberto de Molesmes, San Alberico y San Esteban Harding son considerados -en especial este último como redactor de la Carta de Caridad- como los fundadores de la orden cisterciense) aunque sí fue su principal impulsor en esa época.
"Acostumbrado a batallar en el campo de la dialéctica con monarcas, obispos y nobles, al finalizar el concilio Bernardo logró consumar con éxito sus propósitos; por un lado dejar constituida la Orden de los Caballeros Pobres del Templo de Salomón, y por otro, evitar que adquirieran demasiada libertad en sus actos, punto que solventó dictando él en persona la Regla Templaria, en la que incluyó los dictados más rígidos de la suya propia, esto es, la cisterciense." (Págs. 226-227)
Por de pronto, San Bernardo no pudo dejar constituida la Orden del Temple en el concilio de Troyes porque ya lo estaba, la Regla que aprobó el Concilio de Troyes no fue dictada por San Bernardo (como ya vimos) y aunque se basa en la interpretación cisterciense de la Regla de San Benito, está adaptada a unas circunstancias que no tenían igual en ninguna orden monástica ya existente. La verdad, no parece que a San Bernardo se le hubiera podido ocurrir la conveniencia de que los Templarios de Ultramar dispusieran de camisas de lino desde la Pascua hasta Todos los Santos (punto 20 de la Regla del Temple) o que ropa y calzado debían ser fáciles de quitar y poner (punto 18 de la Regla del Temple).
"A fin de garantizar la buena marcha y expansión de la misma, en el año de 1130 el citado Bernardo escribió la declaración de intenciones que había de caracterizar al buen templario en su obra De laude novae militiae ad Milites Templi. (Pág. 227)
La realidad que hay detrás de "Liber ad milites Templi de laude novae militiae" (literalmente, "Libro a los soldados del Templo acerca del mérito de la nueva milicia", y más conocido por "Elogio de la nueva milicia templaria") es mucho más compleja que un mero deseo de San Bernardo de ejercer de propagandista de la Orden. Por de pronto, el título ya especifica a quién se dirige "ad milites Templi" (a los soldados del Templo, es decir, a los propios Templarios). Esto queda confirmado en el Prólogo, dirigido a Hugo, Caballero de Cristo y maestre de su Milicia (es decir, a Hugues de Payns, el maestre de los Templarios):
Una, y dos, y hasta tres veces, si mal no recuerdo, me has pedido, Hugo amadísimo, que escriba para ti y para tus compañeros un sermón exhortatorio." [3] (Pág. 39)
¿Por qué solicitaba con insistencia Hugues des Payns a Bernardo que escribiera un sermón exhortatorio destinado a los que ya eran templarios? Porque pese a la aprobación del Concilio de Troyes y al éxito de su gira europea, entre los propios Templarios había dudas (reflejo de las que existían en la propia Iglesia) sobre su misión. Probablemente en 1128, una carta de Guigues, prior de la Gran Cartuja, dirigida a Hugues de Payns no deja lugar a dudas de que no todo el mundo dentro de la Iglesia tenía una visión positiva de la nueva Orden:
"En efecto, es vano atacar a los enemigos exteriores si no dominamos primero nuestros enemigos del interior..." [4] (Pág. 45] y después cita la Epístola a los Efesios:
"Pues no es contra adversarios de carne y hueso contra los que tenemos que luchar..." [4] (Pág. 46)
Que estas dudas afectaban también a los propios Templarios, queda demostrado por la Carta firmada por un tal Hugo Peccator (en el que se ha querido ver erróneamente al propio Hugues de Payns) y dirigida a los hermanos de Ultramar (es decir, a los Templarios de Palestina porque fue escrita en Europa. Cuando la palabra Ultramar se escribía en Palestina significaba, por el contrario, Europa) en el que se calificaba la consideración de que las actividades militares de la Orden apartaban a los monjes de lo que debía ser su verdadera dedicación (la oración) de astucias diabólicas. Eso sí, reconoce que eso ha hecho surgir dudas en el propio seno de los monjes-soldados y, para combatirlas, exhorta a los Templarios a abandonar las dudas porque el dudar es símbolo de orgullo. En última instancia, es un llamamiento a la obediencia ciega y una puerta abierta al fanatismo.
Aunque no fue el redactor de esta Carta, sin duda Hugues de Payns la aprobaba, pero quería aún más, que eso mismo lo dijera (y lo razonara) alguien que pudiera acabar de una vez y para siempre con esas dudas que amenazaban la propia existencia de la Orden cuando comenzaba su gran expansión. Por ello pide insistentemente a Bernardo de Claraval que ponga "manos a la obra". Sin embargo, Bernardo de Claraval se hace de rogar. ¿Por qué? Ya dijimos que él mismo era consciente de la necesidad de enviar tropas y no monjes a Palestina. Tuvo una intervención destacada en el Concilio de Troyes en el que, además, debió quedar impresionado por el propio Hugues de Payns. Añadamos que Hugues de Champagne y Bernardo de Claraval eran íntimos amigos de antiguo porque habían sido los condes de Champagne los que donaron los terrenos en los que se construyó la abadía de Clairvaux (o de Claraval). Por si todo ello era poco, su tío materno, André de Montbard, se hace Templario en 1129 (aunque algunos digan que fue uno de los supuestos nueve miembros fundadores no es cierto. Cuando se fundó el Temple tenía unos diecisiete años -demasiado joven- y, además, está documentada su presencia en Francia ya que aparece como testigo en varios documentos). ¿Por qué entonces ese retraso? Posiblemente, el propio Bernardo tenía dudas. En 1125 o 1126, cuando supo que Hugues de Champagne íba a tomar el hábito templario (es una forma de hablar, porque entonces, al parecer, aún no usaban hábito) le mandó una carta felicitándole por su decisión de abandonar su posición privilegiada, sus riquezas... pero, a la vez, le reprochaba veladamente que no se hubiera hecho monje cisterciense. En 1129, en una carta dirigida al obispo de Lincoln insiste en que el monje que se retira a un monasterio es superior a un cruzado y que Clairvaux es un reflejo de la Jerusalén celestial. Por tanto, Bernardo hubo de superar su propio escepticismo al respecto antes de poder escribir el "Elogio de la nueva milicia templaria" en el que consagra la superioridad del monje-soldado sobre el propio monje.
No obstante, ni por ésas consiguió solventar las propias dudas templarias al respecto. El que, por ejemplo, el propio André de Montbard acabara renunciando al puesto de Gran Maestre del Temple para retirarse a Clairvaux, es una muestra de ella.
Esto es lo que subyace en "Elogio de la nueva milicia templaria" y no un mero deseo propagandístico.
NOTAS:
[1] Citado en El código templario de J. M. Upton-Ward. Traducción de Albert Solé. Ed. Martínez Roca S.A. Barcelona, 2000.
[2] Citado en Templarios. La nueva caballería de Malcolm Barber. Traducción de Albert Solé. Ed. Martínez Roca S.A. Barcelona, 2001.
[3] Citado en Elogio de la nueva milicia templaria de Bernardo de Claraval. Introducción de Javier Martín Lalanda. Traducción de Iñaki Aranguren. Col. Biblioteca Medieval, Ed. Siruela. Madrid, 2005
[4] Citado en Auge y caída de los Templarios de Alain Demurger. Traducción de Fabián García-Prieto. Ed. Martínez Roca S.A. Barcelona, 2000.
-Continuará-

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